¿Qué pasará cuando esta fiebre deje de derramar muerte? El fin llegará, seguro; pero, parafraseando al poeta, nosotros, los de hoy, ya no seremos los mismos; de cuerpo, menos de espíritu; porque inmersos en plena tragedia, en este mundo de todos y de nadie según la conveniencia, ahora comenzamos a ver claramente de qué estamos hechos, qué bases sostienen nuestra vida en sociedad; en fin, qué valores nos conforman como individuos.
Cuando el llamado es a ser solidarios, a pensar en el prójimo, a quedarse en casa para aminorar la propagación del Coronavirus; cuando los contagios se cuentan por millones y por miles las muertes, cientos de cientos de personas piensan que nada les pasará, primando en ellas lo individual por sobre la colectividad. Cómo no, si de egoísmo y necesidades nos construimos.
Desde la vereda contraria a la economía de mercado, el colectivismo (del latín “collectivus”, derivado de “colligere”, reunir, juntar) se define como “el principio de la vida social y de la actividad conjunta de los hombres; es contrario al individualismo. Surgió en el período de la formación de la sociedad humana. El colectivismo posee varias formas históricas. En la sociedad primitiva, se manifestaba en la lucha conjunta por la existencia. Su base era la propiedad comunal. En las sociedades esclavista y feudal, el colectivismo es desplazado por el individualismo a consecuencia del dominio de la propiedad privada sobre los medios de producción y sólo se conserva en calidad de formas residuales (por ejemplo, aprovechamiento conjunto de las tierras del común). En el régimen capitalista, vence por completo el individualismo burgués” (1). En la sociedad de mercado, los hijos de ésta acomodan el bien colectivo a sus intereses de turno, transables, cortoplacistas y volátiles.
Para el individualismo, la empatía hacia el otro se manifiesta hoy en la selfie sonriente, escasamente en la privacidad del dar sin lucimientos; solidaridad sin sacrificio, menos sufrimiento. Por eso cuesta tanto abandonar esas costumbres nuestras de cada día, los hábitos de la sociedad de consumo; yo me salvo solo, ¿ok? Esto recuerda con fuerza el mito del anillo de Gijes, aludido en la República de Platón por su hermano Glaucón: “La prueba es que, si se diese al hombre de bien y al hombre malo el poder de hacerlo todo y el anillo maravilloso de Gijes, que aseguraba la impunidad, se vería a ambos seguir un mismo camino y con igual energía, es decir, trabajar sin escrúpulo en la realización de todos sus deseos; de suerte que en nada se distinguirían uno de otro. El que en posición semejante se encontrase perplejo, quizá sería en público objeto de alabanzas hipócritas, pero en secreto ¿quién no se reiría de su simplicidad? Este común sentimiento demuestra, que si es uno justo, lo es por necesidad, no por elección” (2). Glaucón hace referencia a esta leyenda para señalar que todas las personas por naturaleza son injustas, y justas sólo si obtienen a cambio algún beneficio. Con este mito, Platón nos propone que “el individuo siempre parece optar por aquellas acciones que le benefician, aunque éstas sean consideradas como injustas o malas; y la única razón por la que los sujetos optan por acciones justas es que éstas son visibles y, por lo tanto, susceptibles de ser juzgadas por otros” (3).
En las actuales circunstancias, desde la perspectiva del individualismo, ¿podemos estar de acuerdo, por ejemplo, con Craig Biddle (4) cuando afirma que no cabe duda de que las sociedades también necesitan principios morales, pero sólo para permitir a los individuos actuar de la forma apropiada para mantener y mejorar sus propias vidas, y que, por consecuencia, para ser civilizada, una sociedad debe adoptar un principio moral: el principio de los derechos individuales. “Es decir, la sociedad debe reconocer que cada individuo es moralmente un fin en sí mismo y tiene la prerrogativa moral de actuar según su propio juicio para su propio beneficio, libre de coacción por los demás. En base a este principio, cada individuo tiene derecho a pensar y actuar a su antojo” (5).
La individualidad y lo colectivo hoy colisionan. Se nos pide abandonar lo colectivo; olvidarnos por un buen tiempo de los apretones de mano, abrazo, reuniones y eventos masivos. Encerrarnos en nuestras casas es una oportunidad para encontrarnos con el individuo que llevamos dentro, nos dicen. Pero a su vez, se nos pide pensar colectivamente, en el bien común y, por esta vez, no en el beneficio personal. En otras palabras, para qué comprar todas las mascarillas disponibles si puedes llevar sólo las que necesitas. Pero olvidan que así no fuimos criados; que llevamos el acaparamiento en la sangre. El hijo del consumo desconoce hoy al Estado, o hace como que escucha, pero está pensando en otra cosa. Es como pedirle a un niño que deje la consola por un rato cuando nunca le pusimos límite al tiempo frente a la pantalla. Dirá que bueno, pero seguirá jugando. Y moralmente no podemos castigarlo porque la culpa es nuestra.
Es ese mismo Estado, que nos pide pensar en el prójimo, el que alentó y alimentó al pequeño emprendedor que todos llevamos dentro, con el maná de ser su propio jefe. Por tanto, si bien me quiero quedar en casa y entiendo eso de pensar en los otros, no puedo hacerlo; mientras aquéllos sí, esos que escapan a la contingencia gracias al contrato público o privado que paga a fin de mes, para quienes esta solidaridad es fácil pues no implica vaciar el bolsillo. Para los otros, los que viven de la ganancia del mes a mes, quedarse en casa es sinónimo de ruina y martirio. Lo mismo para el ahora desempleado que debe ver de dónde obtiene dinero para comer y pagar sus cuentas; para comer. Por necesidad, este individuo económico niega ahora el colectivo dos veces: como hijo de la sociedad de consumo y como víctima hoy de la pandemia.
Federico Nietzsche (6), en uno de sus aforismo, dice que la bondad y el amor son las hierbas y las fuerzas más saludables en la sociedad de los hombres, y que, por tanto, hallazgos y medios balsámicos tan preciosos que, sin duda, deberíamos desear que se procediese en su aplicación lo más económicamente posible. Sin embargo, para él esto es una imposibilidad, ya que “la economía de la bondad es el ensueño de los utopistas más venturosos”. Cuesta imaginar hoy una economía tal. Por eso, de esta crisis humanitaria debe surgir un nuevo ser humano, quizás no el “superhombre” que el autor de Zaratustra empleó para “designar un tipo de suprema perfección en contraste con hombres ‘modernos’, con hombres ‘buenos’, con cristianos y demás nihilistas (…) no un ‘superhombre’ del tipo ‘idealístico’ de una especie superior de hombre, mitad ‘santos’ mitad ‘genios” (7), pero sí un hombre que se reconozca resultado de un sistema que atrofia, en el mercado del tener, su moral. Este ser humano debe construir una nueva sociedad, realmente justa, unida, solidaria y de más igualdad, donde las diferencias se transen en el mercado del bien común.
Bibliografía:
1.- Diccionario Filosófico Rosental e Iudin. Ediciones Pueblos Unidos. 1965.
2.- Platón. Obras Completas. Tomo VII. D. Patricio de Azcárate. 1872. Madrid.
3.- www.filco.es. ¿Está el ser humano determinado a ser egoísta e injusto? 21-06-2018.
4.- Craig Biddle. Editor. The Objective Standard. Richmond. USA.
5.- http://eklektikos.liberty.me/. Individualismo vs Colectivismo. 27-07-2016.
6.- Humano, Demasiado Humano. Federico Nietzsche. Biblioteca Edaf. Madrid. 1979.
7.- Federico Nietzsche. Obras Completas. Tomo IV. Aguilar. Madrid. 1967.