Hay lecturas que se preservan en el alma; a muchas, nos atamos no por su totalidad, sino porque nos conmueve algo preciso, esa parte en lo íntegro.
Por ejemplo, pocas personas han leído de punta a cabo “Don Quijote de la Mancha”, pero imposible no identificar sus primeras palabras: “En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…”. O al notable Gabriel García Márquez que nos introduce así al mundo de Macondo en “Cien Años de Soledad”: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Ciertos libros se grabaron en mi memoria por culpa de uno o varios párrafos inolvidables. El siguiente se anida en el capítulo 13 de “Por quién doblan las campanas”, novela de Ernest Hemingway publicada en 1940, que se ambienta durante la Guerra Civil Española. El autor describe bellamente, sin abusar del adjetivo gratuito ni recurrir a lo obvio, el encuentro sexual entre los protagonistas, Roberto Jordán y María: “Toda su vida recordaría él la curva de su cuello, con la cabeza hundida entre las hierbas, y sus labios, que apenas se movían, y el temblor de sus pestañas, con los ojos cerrados al sol y al mundo. Y para ella todo fue rojo naranja, rojo dorado, con el sol que le daba en los ojos (…). Para él fue un sendero oscuro que no llevaba a ninguna parte, y seguía avanzando sin llevar a ninguna parte, y seguía avanzando más sin llevar a ninguna parte, hacia un sin fin, hacia una nada sin fin, con los codos hundidos en la tierra, hacia la oscuridad sin fin (…). Hasta que, de repente, la nada desapareció y el tiempo se quedó inmóvil, se encontraron los dos allí, suspendidos en el tiempo, y sintió que la tierra se movía y se alejaba bajo ellos”. Hermoso erotismo, oculto pero a la vez revelado entre líneas, que me cautivó a los 15 años.
Incluso por sobre su calidad narrativa, algunos libros sobreviven épocas gracias a esa noble capacidad de sentir vivas, los lectores del futuro, palabras escritas hace muchos años. Es el caso de Pío Baroja, escritor español. ¿Qué opinan ustedes? ¿Ha perdido vigencia este párrafo al inicio de su libro “El Mundo es Ansí”?: “El arte es un mullido lecho para los que nos sentimos vagos de profesión. Cuando uno comprende esta verdad, se proclama a sí mismo solemnemente artista, escritor o pintor, músico o poeta (…). Pasado el tiempo, si el vago por casualidad resulta un artista estimable, la vagancia no se toma en cuenta, es, en algunos casos, una belleza más, un gracioso lunar; en cambio, si el supuesto artista no produce nada que valga la pena, entonces su vagancia se pone al descubierto y se convierte ante los ojos de sus conocidos en algo criminal, desgraciado y repelente. En esto, como en todo, el éxito establece ley”. ¿Actual, cierto?, sobre todo la última frase. Pero estas palabras de Baroja, muerto hace 62 años, datan de… 1912.
Si buscas inmortalidad, las palabras.