Durante el último tiempo mi hija asumió una particular manera de chantajearme. “Si no juegas conmigo, te vas a morir y nunca vas a haber jugado conmigo”, me dice con su convincente y encantador tonito de cinco años. Aunque redundante e imperfecto en la conjugación, el mensaje es muy claro en su significado, incluso manipulador sentenciaría cualquier psicólogo.
Al rato de escuchar esa frase tan lapidaria, de las que molestan en la conciencia, por tanto imposible de eludir, estoy recostado en un sillón, simulando una enfermedad, y ella es una “doctora” con lentes y un sinfín de artilugios médicos de plástico que le sirven para revisar mi cuerpo tras preguntarme dónde me duele. Poco importa la dolencia, el diagnóstico siempre es el mismo: “Tiene un bicho. Tengo que cortar con un cuchillo”, y enseguida finge practicar una cirugía que incluye el retiro del bichito, “mostrarlo” con su mano en alto y con unos cuantos puntos cerrar la imaginaria incisión, mientras el “paciente” pone cara de sufrimiento.
No es fácil jugar con los hijos. Falta tiempo (es mi caso), el físico no resiste y los intereses de los niños son muy distintos a los nuestros. Además, los hábitos de la modernidad, más que acercarlos, alejan a los miembros de una familia, llenando la casa de espacios individuales y menos diálogo.
Días atrás, mientras conversaba con un matrimonio amigo, ella me contó que su hijo solía reprocharle a su esposo que no jugaba fútbol con él, que siempre su demanda infantil recibía por respuesta “estoy ocupado”. Al contrario de esquivar el asunto, mi amigo justificó la actitud en su nula habilidad para ese deporte, “mal, entonces -se excusó-, puedo dármelas de futbolista”. Además, prosiguió, las pocas veces que cede a la petición, su pequeño se niega a terminar el juego, por lo que el momento de esparcimiento concluye en medio de discusión y llanto.
Si algo me une a mi hijo de 10 años -le expliqué a la pareja que quiso conocer mi experiencia en este asunto luego de contarme la suya-, es nuestra pasión por el fútbol, la que dejamos fluir casi todos los días en unos escasos metros cuadrados en el patio de nuestra casa. Confieso que en ocasiones, cuando me invita, pelota bajo el brazo, a practicar unos “tiritos”, no tengo ganas de moverme, sobre todo cuando estoy leyendo o viendo televisión. Pero me doblega el machaqueo mental que sitúa, como un deber, a los padres de hoy más cerca de los hijos, lo que no me molesta, al contrario agradezco por la recompensa de ver su carita alegre cuando le digo que sí, que me espere afuera.
Pese a que suelo limitar cada juego según la circunstancia, por ejemplo, a diez minutos o hasta los 15 goles como máximo, regla clara para que no suceda lo que pasa con mi amigo, el consenso no deja del todo contento a mi hijo, al punto que al finalizar el juego su frase típica es “uno más”, a la que, como parte de un pacto implícito entre ambos, supondrán cedo sin protestas. Una excepción a la norma ocurrió hace unas tres semanas. Mientras su hermana ya dormía, y mi esposa estaba en una reunión de curso, comenzamos a jugar fútbol poco antes de las nueve de la noche y terminamos a las 10. Mi apuesta, que por supuesto no revelé ante él, era arriesgada: pelotear hasta que se cansara. Afortunadamente para mi cuerpo, fue él quien decidió unilateralmente poner fin al juego con un “me duelen las piernas, me voy a acostar”, pequeño triunfo sobre su resistencia que disfruté mucho, instante que por lo extenso y entretenido atesorará, al igual que yo, en su mente durante algún tiempo, como ya me lo ha hecho saber.
Pienso que una gran cuota en la relación con los hijos es, precisamente, invertir en buenos recuerdos, preservar instantes, para ellos y nosotros, de una niñez que se va tan rápido. No cuesta dinero, pero sí requiere disposición, ánimo para compartir en un mundo muy lejano al adulto, donde el reloj biológico de sus protagonistas lo guían los dibujos animados y las travesuras.
Por ello siempre es una buena oportunidad para ponernos a la altura de nuestros hijos, para ayudarlos a subirse a la bicicleta y correr tras ellos en sus primeros intentos por mantener el equilibrio, dar pases con la pelota de fútbol o ser su contrincante en un videojuego. Dicho de otra manera: ¿de qué le sirve a una niña un set de artículos de medicina si no tiene a quien “mejorar”?
(Columna publicada originalmente en el diario La Prensa Austral de Punta Arenas en 2006)
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