Existen pueblos y pueblos. Lindos, feos. Pequeños y no tanto. Los hay en medio de la nada y otros conectando grandes ciudades, a punto de ser devorados y desaparecer en los tentáculos de lo urbano.
Este no era un pueblo feo, eso al menos decían quienes lo divisaban a dos kilómetros desde la ruta; ni lindo. Pero al menos, a lo lejos, ordenado, con álamos gigantescos agrupados en la que debía ser la plaza principal.
Entero, cabía en un ojo.
Quienes siguiendo la indicación de Vialidad decidían adentrarse esos dos kilómetros, lo hacían, casi siempre, por una poderosa y sencilla razón: curiosidad. A diferencia de otros pueblos, donde carteles a orilla de camino intentaban atraer al viajero con mensajes como “La Capital Mundial de la Trucha”, “El Paraíso del Trekking” o “El Remanso de Paz”, a él se llegaba con un simple: “El Llano. 2 km”.
La cuestión no era nueva. En varias sesiones del Concejo Municipal se había discutido instalar en el acceso al pueblo un letrero más llamativo, con una idea que lo identificara. Sin embargo, el consenso sobre lo acertada de esta propuesta se diluía al momento trabajar en la búsqueda del mensaje más apropiado. El problema no era la abundancia de opciones, sino la carencia absoluta de ellas; tanto así que cuando el alcalde pedía propuestas, a falta de identidad, triunfaba el silencio.
Ahmad no vio el cartel antes de comenzar a recorrer los dos kilómetros con la impaciencia aplastada contra la ventanilla del bus. Casi no había hablado desde el arribo del avión, sólo lo justo en su español incipiente con los oficiales de inmigración y luego para preguntar cómo llegar a El Llano.
A través de WhatsApp su primo le dijo que no se preocupara, que a su llegada estaría todo listo; que él se encargaría de equipar el local con todo lo necesario. Para ello Ahmad le envío un listado de implementos.
-Iremos directo al local para que te acomodes y mañana comiences a trabajar.
Las palabras de Khaled, que agradeció escuchar en ese idioma que extrañaba tanto, lo sorprendieron. Esperaba al menos tener unos días para conocer el pueblo y a la gente.
El local era pequeño, con una sala principal, un baño justo y una cuarto anexo que, por lo que podía ver, haría las veces de bodega y de dormitorio, el suyo. ¿Cocina? Ni pensar. Pero para él esa no era una urgencia. Sí el sillón y el espejo; también las tijeras, hojas de afeitar, la máquina, cera de depilación, hilo, jabón, hisopos, toallas, peinetas, cepillos y secador de pelo, que su primo había ordenado perfectamente en una cajonera.
-¿Crees que llegará algún cliente?
La duda de Ahmad era razonable. En el pueblo, según le había anticipado Khaled, había dos peluquerías. Ambas para niños y adultos, unisex. Suficientes quizás para los 4 mil habitantes. Además, ¿confiaría la gente su pelo, ese bien estético tan preciado, a un sirio desconocido y sin diploma?
-Seguro que sí. Ya verás, primo.
Ahmad despertó confundido. Aún con el viaje pegado al cuerpo, se duchó rápido. Verificó todos los artilugios. En un acto cargado de simbolismo, se sentó en el sillón frente al espejo para mirar su mirada. Solía hacer esto en señal de respeto a sus clientes del día, aun sin conocerlos.
A las 9 en punto escuchó tres fuertes golpes en la puerta. Al abrirla, su primo encabezaba una fila de cuatro personas.
-¡Te lo dije!… Y yo quiero ser el primero.
Khaled asumió posición con una amplia sonrisa y plena confianza, lo que para Ahmad significó total libertad. Tomó tijera y peineta y, en silencio, comenzó. Primero, el corte; luego navaja para afinar, y, finalmente, el hilo, manejado con maestría, tensándolo con ambas manos entre dientes. Al terminar, Khaled le regaló una amplia sonrisa.
-Miren cómo trabaja mi primo. Es un verdadero artista -Dijo, exhibiendo con ademanes de modelo su cabeza a los otros tres clientes y agregó con una reverencia-: Que pase el siguiente. Ah, y que les haga las cejas.
Ese día, a los cuatros iniciales se sumó un nuevo cliente, que durante la tarde también llegó convencido por Khaled.
Al cabo de un mes, la fama de Ahmed había crecido rápido, como toda novedad. Sin reserva, atendía de lunes a sábado, de 10 a 13 y de 15 a 18 horas. A los seis meses, ya era necesario pedir una hora con al menos tres días de anticipación en su nuevo horario, de 9 a 19 horas, continuado. Al año, resultaba casi imposible conseguir un espacio, al menos que se solicitara un mes antes, en su nuevo horario de 8 a 20 horas, de lunes a domingo. A los dos años, la de Ahmed era la única peluquería del pueblo, y Khaled su aventajado ayudante en el monopolio de todos los pelos posibles en El Llano.
El practicado por Ahmed era un corte muy prolijo; delineado con navaja en todo el contorno, muy distinto al tradicional de peluquería antigua, habitual allí hasta antes del sirio. Sin embargo para él, el estilo era sólo rutina, nada extraordinario, el mismo de muchos años en su país. Para él, claro. No para la gente del pueblo, entre la cual su trabajo iba de boca en boca o, mejor, de cabeza en cabeza y, más preciso, de ceja en ceja. Cejas encuadradas, sin un pelo rebelde asomándose más arriba o más abajo. Cejas admirables. Ya no había hombre en el pueblo que no las luciera perfectas gracias a la habilidad de Ahmed con el hilo.
Por eso, a nadie extrañó que en la sesión de esa tarde, los ediles, esta vez con una idea muy clara, por fin vencieran al silencio.
-Aprobada la moción -Sentenció el alcalde, recibiendo el aplauso unánime de los concejales y el secretario, todos de cejas muy refinadas.
Al mes siguiente, mientras Ahmed y Khaled seguían en lo suyo, los turistas de carretera poco a poco comenzaron a virar el rumbo, incitados por la enigmática leyenda en el cartel:
«El Llano. El Pueblo de Cejas Perfectas. 2 km».