Caí en cuenta que compro libros de filosofía cuando estoy libre; en esas jornadas en que nada me apura: las vacaciones o días parecidos. Conexión que me empuja hacia una librería, primero a ojear y luego a hojear, hasta dar con un título que me llene el gusto sin saber muy bien por qué.
La última vez fue en El Calafate (Argentina). Salí de la «Boutique del Libro» con 800 páginas: «La filosofía y el barro de la historia», del argentino José Pablo Feinmann, gran desafío al intelecto que sólo me animé a iniciar en serio dos meses después.
No es fácil la filosofía. Requiere concentración y perseverancia -incluso disposición a deprimirse-, claro que simples requisitos de forma para lo realmente importante: encontrar un sentido personal a esta lectura, en la que, para colmo, el entendimiento, de línea en línea, párrafo a párrafo, muchas veces se hunde en arena movediza, desatando el deseo pugilístico de arrojar la toalla. Feinmann sabe de esta dificultad y alienta: «Lo que es difícil es difícil. Todos pueden entender todo si todos se esfuerzan. La comida masticada no la digiere uno. Y el Saber hay que digerirlo lentamente. Y eso tiene que hacerlo cada individuo. Y hasta tiene que sentir el orgullo de hacerlo».
El atributo de la filosofía (y a la vez su gran problema) es que obliga a pensar, titánica tarea hoy en día cuando mucha gente lo que menos quiere es buscarle la quinta pata al gato; mejor evadir; no preocuparse por cuestionamientos sin respuestas aquí y ahora. Vivir con lo que hay, en la inercia de lo obvio, de lo mundano y lo divino que frena el pensamiento crítico.
Pero nos guste a no, lo hagamos con mayor o menor frecuencia, consciente o inconsciente, siempre en uno o más momentos de la vida asoma un atisbo del filósofo que todos llevamos dentro, en especial cuando notamos que la vida se nos consume, se nos va, e imaginamos, cada cual a su modo, cómo será el día en que nos encontremos por única vez con ella, la compañera de todas nuestras esquinas: la muerte.
En el libro de Feinmann este cuestionamiento esencial surge de entrada, en las primeras páginas, como marcando de inmediato el gran territorio de la filosofía: «Es posible que la Tierra sea sólo un cascote que gira alrededor del Sol. Es muy posible. Pero la grandeza que tiene este cascote es que en él hay un ser metafísico que se pregunta por el sentido del Universo», refiere el autor, citando un párrafo de un texto de Hegel, rematando luego con otra sentencia contundente, esta vez de Heidegger: «El hombre es el ser para la muerte». Es decir, nuestras posibilidades son infinitas, pero hay una posibilidad que habita todas nuestras posibilidades: la de morir (…) La muerte no es una posibilidad más. Es la posibilidad de todas nuestras posibilidades. «Cuando somos conscientes de nuestra finitud y capaces de vivir con esta certeza -apunta Feinmann-, Heidegger dirá que hemos accedido a nuestra existencia auténtica».
No obstante la opción de la muerte acompañar al ser humano incluso en el vientre antes del primer aliento, a medida que se vive la tortura del «cuándo» se vuelve más intensa de la mano con una vejez que comienza a instalarse en la piel y en los huesos, saltando a la vista.
O como muy bien exclama el protagonista del tango «Esta noche me emborracho», de Enrique Santos Discépolo («En rigor un gran poeta existencial», postula Feinmann), cuando ve salir de un cabaret a la mujer que hace diez años fue su locura: «Fiera venganza la del tiempo». ¡Qué verdad más pura!: a pesar de todas las cirugías y bótox, el tiempo pasa, y no en vano, o como dice el filósofo-católico-existencial Gabriel Marcel en el mismo libro: «Cada día nos parecemos más al cadáver que habremos de ser». Fuerte, ¿no?
¿La verdad?: prístina, descarnada y «simple» filosofía.
(Columna publicada originalmente en el diario La Prensa Austral de Punta Arenas en 2010)
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