Toda la humedad se concentra en el ascensorista muy peinado y de amplia sonrisa. Es una transpiración asfixiante que, de tanto en tanto, mitiga quitándose el sudor de la frente y el cuello con un pañuelo amuñado en su mano derecha, la misma que estira una y otra vez para apretar los botones de los 25 pisos del Hotel Habana Libre, mientras con la izquierda gira la manilla de cierre y apertura de las puertas.
Su horizonte es breve. Sólo 30 centímetros frente a la pared con números, semi sentado sobre un taburete alto de vieja madera. Sin aire acondicionado, el infierno está ahí, en esos cuatro metros cuadrados. Más ahora, cuando de los tres ascensores del hotel sólo funciona uno.
-Nada fuera de lo habitual; inusual es que todos operen normalmente -le responde a la española que mientras sube le pregunta si es normal que sólo esté trabajando un ascensor-. A veces dos, pero los tres juntos, muy difícil. Acá hay que racionar siempre. Usted me comprende -asegura, lanzando una carcajada que contagia al resto del grupo de turistas que en ese momento colma el ascensor, y que apretujados a más no poder apenas pueden girar las cabezas, menos sacar las manos de los bolsillos o bajar los brazos aquellos que los tienen cruzados.
– Ocho -anuncia el ascensorista, alargando graciosamente la entonación en la primera o.
Bajan tres adultos y un niño pequeño que nadie sospechaba de su existencia perdido entre tanta pierna. Pero lo que se presumía un alivio no lo es tanto. En el pasillo, unas diez personas esperan ansiosas.
– ¿Baja? -pregunta un hombre en primera línea, junto a una mujer y dos adolescentes.
-No. Sube.
El cruce de miradas es rápido, sin palabras entre ellos. Pero la decisión, ante esta oportunidad única, que no puede demorar, ya está tomada:
-Subimos, entonces -dice el hombre, abalanzándose los cuatro al interior, y también un quinto que aprovecha el momento para empujar y acomodarse en el último espacio posible antes del cierre de las puertas.
-Este es el único ascensor del mundo. ¡El único!, donde para bajar hay que subir. Mágico, ¿no? -El ascensorista, con el pañuelo pegado en la frente, acompaña esta frase con una sonrisa débil.
Nadie responde. Ahora todos quietos, ni los labios pueden mover; ni menos girar la cabeza. Por eso ninguno baja en el piso siguiente ni en los otros, algo que el ascensorista, con la mirada hacia el piso, ni nota.
Nada inusual, la verdad. En un día tan caluroso en la Habana no es raro que otro ascensor deje de funcionar.