Con la cálida blandura de la almohada acurrucando su cabeza, en la plena comodidad de la mente, pensó como nunca. Sencillo y complejo era su enigma; de esas incertidumbres que machacan la conciencia como lluvia incesante.
Al despertar de golpe, teléfono en mano y todavía somnoliento, se cuestionó la hora. ¿Por qué ese afán suyo de programar la alarma del celular todos los días a las 6,30? ¿Por qué no a las 6:29 ó 6:31? O, mejor, cada día a una hora distinta: 6:26, 6:27, 6:28, 6:29 y terminar el viernes a las 6:30. Una pequeña gran diferencia, se dijo.
Tras dar el primer paso hacia el baño, pensó que incluso ese movimiento lo venía repitiendo día a día, mes a mes, quizás desde cuándo, años, sin analizar las consecuencias -¿Tendría alguna?- de levantarse siempre por el mismo lado de la cama -bueno, salvo cuando dormía en un sitio ajeno, ocasiones en las que, probablemente, repetía la misma acción-; retrocedió, y rodando sobre el cobertor, se volvió a la levantar, pero esta vez por la izquierda.
Sin saber muy bien por qué, comenzó a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, dando pasos que rehusaban avanzar hacia lo ya conocido, a lo que sin ser ya era. Cómo no, si podía, sin abrir la llave, sentir el agua más tibia que caliente, el refregar del cepillo con pasta sobre sus dientes, el shampú en su cabeza, el cepillo todavía en su boca, mordiéndolo, el jabón por todo su cuerpo, el cepillo, el escupir la pasta con perfecta precisión en el agujero del desagüe; y, para terminar, un leve y veloz chorro de orina apuntado con fina precisión para empujar los restos de espuma de jabón, pasta de dientes y shampú que a su pies se negaban a fluir a la tubería.
Detuvo la marcha. Antes de dar un nuevo paso, necesitaba una estrategia. Parado a medio camino entre la cama y el baño, por su cabeza pasaron mil opciones; no lavarse los dientes en la ducha, sino antes; dejar de lado el jabón y sólo emplear shampú; bañarse con agua más caliente y, por qué no, agua fría. Esto último sí sería un golpe a la rutina.
Fue directo al clóset.
Levantó la frente, inhaló profundo y sin mirar a la izquierda ni a la derecha, bajó de un salto los cinco escalones que conectaban con la vereda. Caminó como si nada en la dirección contraria a la de siempre, intentando conectar en su mente las calles que debía recorrer. Dos veces se encontró calles sin salida; para más adelante, tentado por un posible atajo, enfilar hacia una diagonal que confluía en una bifurcación y tras elegir una vía arribar a donde mismo, que para él era a donde nunca.
Apenas escuchó un murmullo, comenzó correr. Lo hizo sin desesperación, con los brazos extendidos, los ojos bien abiertos y la mirada clavada en algo más allá. A lo lejos, después del puente, la figura del edificio le pareció inconfundible. Corrió sin pausa ni meditación, hasta torcer su rumbo.
Hallaron su cuerpo en la orilla, sobre unas rocas.
Yacía desnudo, algo muy improbable en él, siempre tan compuesto, ordenado y respetuoso de las formas y las rutinas. Por eso, algunos de quienes lo conocían comentaron que no había que descartar un asesinato.
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