Me cuesta dormir en los aviones. Por más que lo intente, incluso acomodando la cabeza y cerrando los ojos, no puedo caer fácilmente en la delicia del sueño, a menos que acumule un cansancio tumbador, tan profundo que sólo logra despertarme el “tripulación, preparar la cabina para el aterrizaje” del piloto al final de un vuelo.
Pero hay sueños de avión muy distintos. Únicos. Como el de esa noche, nocturno de cuatro horas.
De regreso a mi ciudad, en las piernas acumulo el cansancio y en los párpados el peso de la falta de sueño de la noche anterior por culpa de la ansiedad. En el a media luz de la cabina, con el ruido de los motores ir y venir, comienzo a repasar el medio maratón de aquella mañana: los niños junto a la ruta estirando su mano para saludarme golpeando la mía; al deportista que no aguantó más y decidió orinar pegado a la reja de un parque; lo difícil que fue recibir vasos de agua sin detener el paso.
Desde mi asiento en la fila 14, pasillo, veo la cabina de vuelo, amplia, y las luces de mi ciudad cada vez más cerca. Diviso el perfil del piloto instruyendo a un pasajero para que ascienda. Las luces se agrandan. Vamos en picada. No escucho gritos; menos a las azafatas diciendo que nos preparemos para el inminente impacto; nadie se levanta. A mi lado, una mujer duerme tan profundo que, aunque débiles, exhala ronquidos y, junto a la ventana, un joven, ajeno a preocupaciones, golpea con sus dedos el vidrio de la ventana al ritmo de la música de sus audífonos; mientras un calvo, un asiento más adelante, escucho que sonríe. Sin pensarlo, pero noto que lo hago, verifico si está ajustado mi cinturón, e inclino el tronco hacia adelante, protegiendo mi cabeza con los brazos, como en las películas. Cierro los ojos. Seguimos en picada.
Siento el brusco cambio de dirección del avión, hacia arriba, a máxima velocidad. Escucho aplausos; pero no de alegría desatada como correspondería a una situación tan extrema como la vivida, sino de los más normales, casi obligados, por cortesía, al final de un discurso que no encantó.
“Felicitemos a Manuel por su excelente desempeño al mando del avión en esta clase improvisada”, dice el piloto y de inmediato se repiten los aplausos, fríos, de protocolo. “¿Alguien quiere probar ahora con el aterrizaje?”, invita enseguida. El calvo es el único que se levanta de su asiento, tranquilo y sonriendo.
Me despertó el aullido de las ruedas sobre la pista. Esta vez ni escuché el mensaje del piloto a la tripulación de preparar la cabina para el aterrizaje. A mi lado la mujer estaba muy despierta y el joven junto a ella seguía despreocupado en lo suyo con la música.
Al calvo lo vi al avanzar por el pasillo para abandonar el avión. Se despedía amablemente, siempre sonriendo.
Era el piloto.