El túnel

En una mañana similar a muchas, con los hilos de lo cotidiano tejidos en complejas e invisibles tramas individuales, silenciosas, en el andén la multitud aguardaba el metro de las 8. El ambiente de la gélida estación hervía de bostezos, olores confusos y rostros de imperturbable seriedad, concentrados todos en el pronto asomo de los carros por la boca oscura del túnel y encadenados sus pensamientos a los minutos más minutos menos, propios de la ansiedad que crece con la demora.

Para él, el nerviosismo era ajeno. Su rutina a esa hora, perfectamente calculada día a día, no daba pábulo al apuro; por algo siempre estaba ahí, primero en la línea, con su mano derecha sosteniendo el diario y el maletín café de cuero, mientras con los dedos de la izquierda improvisaba un suave masaje en el cuello; una de esas manías que de tan repetida termina por asimilarse en lo profundo, sin duda, y que, por el contrario, intentar eliminarla puede acabar por suicidar un rasgo vivo de la personalidad, aniquilando eso tan particular que diferencia y distingue.

En eso estaba, en ese jueguito maniático del placentero ir y venir de las yemas, cuando lo sedujo un mural inconcluso en la parte alta del andén contrario. Hasta ahora no había reparado en él, aunque cada tarde bajaba de ese lado de la estación al volver del trabajo. Le llamó la atención la figura de un hombre desnudo y piernas a medio pintar. Se preguntó quién sería el autor de la obra; su inspiración artística. Por qué había elegido tonalidades tan vivas, intensa policromía que contrastaba con el gris predominante en el resto del terminal; imaginó al desconocido trepado en lo alto, exorcizando el muro con sus pinceles coloridos; la verdad, sin embargo, el suyo fue un pensamiento fugaz, con pocas imágenes, menos colores, leve como un suspiro en la memoria, pasajero e improbable, de esos que se olvidan apenas aparecen, porque así como inesperados, se esfuman.

Al asomo lejano de la luz de los carros, comenzó la desesperación, casi como concertada. Los de atrás intentando avanzar milímetro a milímetro en lento empuje. Carlos se mantuvo firme, apretando las pantorrillas. El freno ahogado sobre las vías dejó una de las puertas del metro junto justo frente a sus ojos, en perfecta precisión, como si lo hiciera sólo para él. Los pasajeros bajaron con premura, presionando y chocando a los que pujaban por entrar. Defendió su espacio clavándose al piso, muy fuerte. Un sujeto de barba le rozó un hombro. Al abrirse un espacio en el vagón, se abalanzó sobre una acrílica butaca. Tras la alarma sonora, las puertas se cerraron y el metro reinició su andar decidido hacia el túnel opuesto.

Disponía sólo de diez minutos para leer el periódico; tiempo medido a cronómetro, como todos los días. Pero antes miró por el vidrio de la ventana. Apreció su rostro. Dedicó algunos segundos a espiar en el reflejo a sus fugaces compañeros de viaje. Los imaginó desnudos, especialmente a la joven de pelo ondulado y ojos a medio dormir que a dos metros se entretenía mirando el mapa, contando, quizás, cuántas estaciones debía recorrer antes de bajarse, el total de ellas en cada una de las líneas, comparando sus nombres o simplemente fijando sin observar la vista en el dibujo (lo más probable en estos viajes sin novedad). Ensayó una sonrisa.

El ruido se tornó infernal. Un convoy a gran velocidad en sentido contrario colmó la ventana de luz y colores. Con la frente pegada en el vidrio, observó el caleidoscopio como niño encantado. Tras el paso del tren el reflejo era distinto. No estaban los cuerpos. Incrédulo giró la cabeza. Pensó en un sueño. Se encontró solo; absolutamente, condenado a aislamiento total en un carro en movimiento. Pasaron dos minutos; quizás cinco -vano cálculo cuando el tiempo fluye a destiempo-. O nada. Los carros seguían veloces a través del túnel perpetuo, en sinuosa y recta marcha.

Palpitando a mil, abrió los ojos. Fijó su mirada en el artículo de contraportada del diario. Junto al título “Pintar fue mi mejor elección” aparecía una foto en primer plano del rostro de un hombre. Continuó leyendo: “El afamado muralista nacional, de regreso en el país, concedió entrevista exclusiva a nuestro diario. En el diálogo revela detalles desconocidos de su vida. Por estos días pinta mural que adornará la estación Circunvalación del Metro”. Podía jurar que hasta hace unos minutos esa entrevista no estaba ahí, pero no lo podía afirmar con seguridad. Nada es seguro, menos en un instante como ése cuando la confusión domina el sinsentido de los sentidos.

Miró con detención la foto. Los ojos lo perturbaron. No, no puede ser cierto, afirmó sin hablar. Detrás de aquella barba creyó ver su rostro, más enjuto y de pómulos resueltos. Y ese pelo algo arremolinado distaba tanto del suyo, corto y ordenado como fotografía de militar. Hizo un fugaz barrido por el artículo persiguiendo el nombre del entrevistado. Buscó entrelíneas. Se sintió desvalido, sin más respuesta que la lectura: “Empecé a querer la pintura desde pequeño, cuando observaba a mi padre pintar en un diminuto taller improvisado junto al baño de la casa. El tenía mucha habilidad. No tuvo la posibilidad de cursar estudios formales ni siguió tendencias ni escuelas. Nunca pretendió que su trabajo fuera reconocido, pero tampoco la crítica apreció su trabajo mientras vivió. Lo que más amaba era pintar. Era toda su vida (…) Lo que pasa es que mi madre nunca lo entendió. Desde el punto de vista familiar su extrema dedicación fue un martirio (…) Yo tenía 12 años cuando un cáncer lo mató. Luego de eso mi madre tuvo que arreglárselas y gracias a ella pude seguir estudiando (…) Una noche le dije que quería estudiar arte en la universidad. Entró en cólera, como pocas veces vi en ella. Me recordó a mi padre y entre sollozos me dijo que no quería lo mismo para mí. Se acordaba que una vez le había dicho que cuando fuera grande estudiaría ingeniería. Para mí fue sólo una promesa infantil olvidada, pero para ella un anhelo de años al cual aferrarse hasta ese día. Pero mi gran pasión siempre fue dibujar y pintar. Llorando me dijo que por favor lo hiciera por ella. Que estudiara ingeniería. Me quedé en silencio y de pronto recordé las palabras de mi padre, pronunciadas mientras pintaba uno de sus cuadro en el taller y yo, en el piso, a mis ocho años, entretenido y concentrado, lo recuerdo muy bien, lo imitaba mezclando tonos en un papel de cartón. Fue entonces cuando saqué fuerzas para responderle a mi madre…”.

El llanto le impidió seguir leyendo. No era necesario. De pronto comprendió que era capaz de completar el relato, de rescatar aquel comentario paternal atesorado en los intersticios de su mente infantil ya madura. “Carlitos, si sigues así, con este entusiasmo y disciplina, serás un gran pintor”. En la soledad del carro derramó lágrimas de años.

Observó nuevamente a través de la ventana. De nuevo el reflejo de su cara. Cerró los ojos humedecidos deseando con toda el alma transformar ese sueño, si lo era, en un nuevo instante. El cruce ruidoso de otros carros en sentido contrario estremeció todo en el vagón.

Al levantar los párpados, notó que no le gustaba para nada la forma que había adoptado su barba. Necesitaba con urgencia un recorte. “Qué será del viejo Ernesto”, se preguntó al recordar al peluquero de su barrio, al único que rendía su cabeza una vez al mes durante la época colegial, en una sesión que esperaba con gusto. En esos treinta minutos sentado frente al espejo se sentía dueño del mundo; un pequeño señor.

El metro comenzó a parar. Se levantó del asiento y forzando el equilibrio enfiló hacia la puerta, situándose junto a los otros en espera de descender. El carro se detuvo parsimoniosamente. Las puertas se abrieron. Salió de prisa rumbo al otro andén sin dar importancia al roce del hombro.

A medio andar, el letargo de la estación fue roto por los gritos de un hombre que dentro del vagón pedía ayuda. Estaba tendido en el suelo con la mano derecha pegada al pecho. Casi arrastrándolo, seguramente para no atrasar el flujo de trenes a esa hora punta, dos guardias lo movieron al andén, mientras uno de ellos con presurosos ademanes pedía una ambulancia a través de su radio portátil.

Como muchos otros, él permaneció mirando el espectáculo desde la escalera. «Está muerto», escuchó decir a un paramédico. Entre varios subieron el cadáver a la camilla, lo taparon con una gruesa frazada y levantaron para sacarlo de la estación lo antes posible.

El cortejo enfiló hacia la escalera. La gente, entre murmullos e incredulidad, abrió espacio. Se necesitaron dos personas adelante y cuatro atrás para mantener horizontal la pesada camilla en su tránsito por los empinados escalones. Cuando el desconocido pasó a su lado, intentó ver su rostro, infructuoso esfuerzo ante un cuerpo completamente cubierto. Uno de los sostenedores perdió pie y bajo el cobertor asomó un maletín y un periódico que víctima del movimiento cayó al suelo. Se agachó a tomarlo, no con la intención de quedarse con él, menos para leerlo, sino sólo un reflejo automático para despejar el camino en la escalera, un movimiento casi involuntario que, ni intuyó siquiera, lo conectó con su propia historia; menos percibió el halo de identidad que invadió su cuerpo.

Lo sorprendió la entrevista en la contraportada. No esperaba verla publicada tan pronto. Dobló el diario bajo el brazo y reanudó la marcha a través de la escalera rumbo al otro andén, sin pistas cercanas del muerto que ya había abandonado la estación y sin imaginar siquiera que nunca en su vida podría explicar algo que jamás pondría en duda: cómo el hombre desnudo del mural lucía ahora en las piernas tan vivo color.

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