Sentado en la barra, aspiró profundo. Cerró los ojos y aguardó por un instante que, al liberar el aire, el bar volviera a ser su bar; a escuchar el “Hola Jorgito” de tantas noches, seguido, entre risa y risa, por “¿Me vas a asaltar de nuevo con un puchito?”, y, antes de responder y sentarse, tener al frente la cerveza, el cigarrillo y la caja de fósforos dentro del cenicero. “¿Y no lo encendiste? ¡Hagamos la pega completa!”, respondía con aspaviento, riendo a viva voz. Aunque por el abundante humo no se distinguiera su silueta, todos sabían que Jorgito ya estaba ahí y, enseguida, se sucedían las bromas y los saludos desde la otra punta de la barra y también de las mesas del fondo. Podía escuchar las voces, zigzagueantes en tonalidades, con gritos alternados de mesa a mesa, en medio de la música de rock ochentera.
Soltó el aire. Ahora nadie fumaba. Pero el olor, impregnado en las cuatro paredes, seguía ahí: tabaco profundo cobijando tantas y más historias, desconocidas para éstos sentados ahora en las misas sillas, las mismas mesas, sobre la misma alfombra granate de muro a muro.
Como esos que, un poco más allá, con algo de imaginación parecían viajar, frente a frente, en un vagón del tren subterráneo: cabeza gacha hacia el teléfono, alejados años luz de ese tiempo, ese espacio y de la multitud apretujada. Ni la llegada del garzón con la carta -que recibieron dibujando una forzada sonrisa y apenas levantando la cabeza- logró apartarlos de esa soledad tan de ellos. Jorge los miró con detención.
“¿Ya decidieron qué van a comer?”. La pregunta de golpe los sorprendió. Ni siquiera habían abierto las cartas. “Ordena tú”, dijo él. “Es que no tengo hambre”, respondió ella. “Yo tampoco… Traigamos sólo dos copas de vino”, atinó él, mientras ella ya había vuelto a bajar la mirada.
Ni cuenta se dieron cuando el garzón les rellenó las copas.
No. Este no era su bar. Treinta años después, era el bar de otros.