El condenado

Vestía túnica blanca de lino y sandalias de cuero. En cuclillas, con un cansancio desfalleciente que se anidaba en cada hueso y músculo, de reojo, logró distinguir la silueta.

La habitación era estrecha, infinitamente oscura, y sólo a través de un pequeño agujero en el techo se colaban tenues rayos de sol, incapaces de aniquilar más que una mínima parte de la penumbra. Tenía hambre; mucha hambre. Notó su delgadez.

– «¿Tú, de nuevo aquí?».

Era otra lengua, pero la entendía. «¿Qué?», musitó sin pensar. Reconoció su voz.

– «¡No hables!», gritó el guardián, al tiempo que dejó caer sobre él un lacerante latigazo que lo hizo retorcerse de dolor, golpear su cara contra el piso de piedra y perder la conciencia.

Vio sus manos manchadas con tinta negra de carbón vegetal. No estaba solo. Con él otros cuatro niños practicaban sus primeros jeroglíficos con lápices de caña en viejas piezas rotas de artesanía. Después recorría a pleno sol la ribera oeste del río, registrando, interpretando y calculando una y otra vez el nivel del agua marcado en pilares clavados en el lecho, única forma de asegurar las cosechas.

Comenzó a abrir los ojos, que, exhaustos, se negaban a cualquier movimiento. Al despertar, todo su ser se volcó en su espalda, en ese irritante dolor. Recordó el latigazo. Agonizante se arrastró en medio de una celda desconocida hasta tocar una pared. Sintió la humedad y a centímetros los huesos de otro, de un cautivo anterior a él. Aterrorizado, con el hambre ya perdida en el cuerpo, se entregó al sueño.

Despertó incómodo, con una hiriente sensación y un vago recuerdo de un habla. En vano, durante un par de segundos intentó rememorar el sueño. Vio el reloj: Las 8 en punto. «Tarde, muy tarde». Se levantó con movimientos lánguidos y perezosos, y tan pronto comenzó a recuperar el control del cuerpo, olvidó que había soñado.

Avanzó con una curiosidad inconsciente a través del estrecho pasillo hasta cruzar la sala del comedor en procura de la puerta. Tras abrirla e inclinarse para recoger el periódico, por un instante -efímeramente pasajero- evocó vieja una molestia dorsal.

Llamó su atención un pequeño y poco estilizado anuncio. Al recortarlo con sus manos, tenues manchas de tinta grisácea se adhirieron en la yema de sus dedos.

Como todas las mañanas, el hambre lo condujo a la cocina. Tragó con premura un ácido gajo de uva. Divagó unos segundos antes de volver a tomar el trozo de papel, esta vez delicadamente, casi sin tacto. «09-2224126». Aprendió la secuencia de memoria.

Esa noche en la cama recordó el anuncio de prensa. Buscó relaciones en la oscuridad. Al igual que la numeración de la página, veintiún eran las letras publicadas. Los números sumados en forma individual totalizaban veintiocho, precisamente los años que cumpliría dentro de dos semanas. Aunque sabía las infinitas e insospechadas posibilidades de coincidencias que entregan los números -lo había estudiado a fondo en agotadoras clases de matemática, aquellas en las que la intuición y las suposiciones sólo eran anécdotas de un resultado lógico- no pudo evitar el ejercicio -ideal para conciliar el sueño, según él- de explorar paralelos numérico con su vida. Además, poseía una facilidad extraordinaria para las cifras. Habilidad innata, le dijeron siempre.

Pasó, sin percatarse, del insomnio inquieto al sueño profundo. De pronto, frente a un horizonte de números que se movían y cambiaban, siete, que para cualquiera es la suma siete veces uno, era ocho, seis o treinta. Las cifras se burlaban de él. Lo desafiaban a sumar, restar, dividir o multiplicar. Usó su mejor arma: retener las cantidades en la mente en grupos hasta someterlas a la operación aritmética apropiada. Todo iba bien hasta que se enfrentaba al resultado. Era… pero no era. El tránsito de la impotencia al odio fue casi instantáneo. Inevitable.

Despertó agitado en medio del ruido de la alarma y sábanas humedecidas por la transpiración. Se sintió aliviado. El siete que titilaba verde en el reloj eléctrico sobre el velador era siete. Siete.

Tras colgar el teléfono, no pudo evitar cierta cuota de desconfianza. «¿Hoy?», se preguntó. Creía que asuntos como ése demoraban. No obstante, al cabo de un rato ya había asimilado el hecho. Incluso le agradaba la idea de que ella -»¿Cómo había dicho que se llamaba?»- viniera a su departamento tan pronto. ¿Mencionó que era psiquiatra? Suponía que sí. Observó su reloj pulsera: dos horas para la cita; para una locura, que si no lo era, al menos se le emparentaba. Dio pábulo a la incertidumbre. Sintió miedo.

¿Y el diván? En las películas siempre había visto que los psiquiatras conversaban con sus pacientes en este tipo de sofás. Salvo un sillón de felpa avejentado hasta en las costuras, nunca le había preocupado tener uno.

Quince minutos del mediodía. Justo el tiempo necesario para preparar todo según las concisas instrucciones telefónicas: cortinas cerradas, luces bajas, teléfono descolgado y un aviso al conserje para que nadie interrumpiera entre las 12,15 y las 13,15 horas.

Se arrellanó inquieto y ansioso.

En medio de la penumbra, la mujer, que según calculó tendría unos 45 años de edad, acercó una silla y se sentó con las manos cruzadas sobre los muslos.

– »Necesito que cierre los ojos y se relaje».

Obedeció de inmediato al tono bajo y cadencioso de la voz. Poco a poco se fue dejando llevar. Las instrucciones eran simples: que trasladara el centro de su conciencia a los músculos de los párpados; que »botara» la tensión; que se relajara. Todo eso en intervalos de 5 a 10 segundos.

– »Centre su energía en el pecho», continuó la mujer, interrumpiendo cada cierto tiempo el silencio con frases pausadas. »Ahora lleve su concentración hacia la espalda y relájese».

Bastó esto último para que reconociera la túnica blanca. No oía la voz  de la mujer, pero sí el estallido del látigo golpeando con fuerza.

Confundido y angustiado, comenzó a abrir lentamente los ojos. Sintió la mascarilla en su boca y el murmullo de voces. Fue fácil reconocer el departamento, no así la delgada y pequeña frazada que cubría su cuerpo.

– «Tranquilo. Todo está bien. En unos minutos le quitaremos el oxígeno». Por la vestimenta no le fue difícil concluir que el hombre era un enfermero.

– «¡Qué susto me dio!», le musitó al oído la mujer mientras sostenía su mano. «Entró en una regresión tan profunda que pensé que estaba muerto. Estuvo una hora casi sin respirar. Gracias a Dios está de vuelta».

La mujer fue la última en irse, cómplice de una situación que no supo controlar.

Alguien le recomendó que descansara el resto del día. Que no saliera, que se quedara en cama. Obedeció, pues ni para reparos tenía fuerzas.

Sobre la almohada su cabeza era un torbellino. Pero no sólo eso: ahora sus ojos pesaban más que una vida, tanto que de inmediato sintió el roce de la túnica, recordó el latigazo, los niños, el celador y el habla ahora descifrable, pero también el sillón de felpa, los números en la página y la mascarilla en su rostro.

En la mazmorra, con la cara pagada al piso e hilos de respiración, el llanto sólo alcanzó la tercera lágrima antes de extraviar la cuenta. Al fin comprendía que el error fue contar siete líneas en lugar de ocho en uno de los pilares clavado en el lecho del río, mala observación y peor registro que terminó esa primavera con campos inundados y una feroz hambruna que mató a miles por escasez de cosechas, y con él, condenado al castigo de padecer lo mismo hasta los huesos.

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