Le cuento: me empapé de fintas y puntetes en el Santiago de los ‘70, con los amigos; con esos que con un chaleco o una piedra armabamos los arcos de la “cancha” en plena calle. Solíamos jugar hasta entrada la noche, a tientas por la penumbra en el medio del campo, pero iluminados, perfectos, en el sector de los arqueros por los postes del alumbrado público. Sí, tiene razón, la cancha era tan larga, muy larga a esa edad, como el espacio que mediaba entre un poste y otro. Sin pitazo final, el encuentro concluía sólo cuando uno escuchábamos el “¡Entrate!” y el último se llevaba la pelota para su casa, hasta el otro día. Puede que usted cuando niño también viviera algo así, ¿o no?
De ahí, a la cuarta y la tercera infantil del Unión Juvenil, donde sentí el rigor de luchar por una camiseta y las náuseas de colocarme unas medias con varios usos, tiesas por falta de lavado. Jugaba de 11. Delantero. Por la izquierda. No era malo, por no decir bueno.
¡Y míreme hoy! Ni al estadio puedo ir.
¿Cuándo fui por primera vez? A los 10 años. Al Nacional. Me llevó un vecino fanático de Colo Colo. Ese día el equipo de Caszely y Vasconcellos -el que, por si no sabe, salió campeón ese año- jugaba contra la Universidad de Chile. Instalado en el sector norte, en la galería, bien arriba, me empiné en puntas de pies para ver el fascinante flamear de banderas azules en el lado sur, bajo el tablero marcador de goles. Una imagen espectacular de fuegos artificiales, papel picado y aplausos, de esas que se guardan para siempre en la memoria, y que terminó por teñir mi corazón: nacía otro hincha de… Universidad de Chile. ¿Paradójico, verdad? Tiene razón: quizás mi destino hubiese sido blanco y no azul si aquella vez, en lugar de mirar al sur, mis ojos se hubiesen clavado en el norte. Pero, por suerte para mí hoy, mi vecino era colocolino y no de la “U”.
Pero la historia no termina ahí. Ni se le ocurra. A mediados de los ’80 el fanatismo fue total. TOTAL (traza en el aire la palabra con el índice de la mano derecha). Muchos fines de semana en el estadio, incluso si el partido lo transmitían por TV. Aun más, al Estadio Santa Laura en varias ocasiones llegué antes que abrieran las puertas para conseguir autógrafos de Pellegrini, Reyes, Puyol y varios otros que firmaron en un extraviado cuaderno. ¿Dónde habrá ido a parar? Y no sólo eso: tuve carné de socio y hasta bombo agarré muchas veces para aleonar a las huestes.
Dígame, entonces, cómo no lamentar no haber estado ahí, el 18 de noviembre de 1994, cuando la “U” ganó su octavo campeonato al empatar a un gol con Cobresal en El Salvador, en la última fecha, con el inolvidable penal de Patricio Mardones (lanzado con fuerza al centro del arco, como recomiendan los expertos, por si no sabe), que puso fin a una “mufa” de 25 años sin títulos. Maldita distancia rompe sueños.
¿Pero le digo algo? Hay una cosa que lamento más. A los 9 años, mi hijo, luego ser él como yo “toda la vida” hincha de la “U”, vino con una sorpresita: “Papá, me gusta la Universidad Católica”, me confesó un día. Quizás el error que cometí, estará de acuerdo conmigo, fue no llevarlo al Estadio Nacional a un clásico entre Universidad de Chile y la UC; instalarnos en la barra cruzada en el sector norte y verlo, empinado en punta de pies, otear al sur, hacia el tablero marcador de goles. Así, su corazón, sin duda, se hubiera teñido de azul con el espectáculo de fuegos artificiales, papel picado, aplausos y flamear de banderas.
¡Pero qué le vamos a hacer! Ya no fue.
Seguro que ahora quiere saber cómo quedé ciego.