Todo perfecto, pensó. La mañana. La tibia brisa. El parque en primavera, con el despertar pausado de los brotes. El escaño cobijando elegantemente su silencio solitario. El árbol tímido como sombra en su cara. Y lo mejor; él frente a ella, a sólo metros.
Incluso el pequeño perro que surgió de la nada y que se echó remolón a medio metro de sus piernas, le pareció ideal a la escena. Ella ni lo espantó. Tampoco notó la bicicleta Norton, ni su chirriar sobre la gravilla, el escuálido instante que pasó delante, ni menos la alteró el vociferar de diarios de un vendedor a los lejos.
Imaginó que esa era una mañana de muchas, juntos; que él era la sombra sobre ella; la banca el espacio compartido y el perro el mejor amigo de ambos. Siguieron desde lejos el aproximar de la bicicleta. Al pasar, les pareció linda. Ella opinó que era un modelo de los ’70; él, algo más vieja.
Mejilla a mejilla, rodeándola con el brazo, por un leve instante se sintió tan pleno. Era sólo suya.
La vio mirándolo fijamente. De vez en vez, asomaba en ella una sonrisa débil.
Con la vista fija en el aparato, mientras sus dedos de deslizaban sobre la pequeña pantalla, ella, que no estaba sola, nunca supo de él, ni notó su partida. Sí el perro, que, sacudiéndose la modorra, decidió acompañar sus pasos.